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La Primera Visión de José Smith

Viaje de Fe narra el viaje iniciado en el año 600 a.C. por el profeta israelita Lehi y su familia cuando hicieron su éxodo de Jerusalén a través del desierto árabe a la costa, y de ahí al Nuevo Mundo. El hijo de Lehi, Nefi, empieza el relato en el año 600 a.C., conservándolo al grabarlo en planchas de metal. Pero por la misma naturaleza de su viaje a las Américas, la narración no salió a la luz hasta la década de 1820 cuando, por revelación divida, José Smith fue guiado a las planchas y las desenterró de una colina al norte del estado de Nueva York.

Esa revelación a José Smith no fue la primera que recibió. Para llegar al verdadero comienzo de esta historia, debemos regresar a 1820 y el renacimiento religioso que estaba teniendo lugar en la zona de Palmira/Manchester de Nueva York.

Joseph Smith first visionLa familia de José Smith, estaba conformada por su Padre, Joseph Smith Padre, su madre, Lucy Mack, José hijo, sus cuatro hermanos y tres hermanas. Se mudaron primero a Palmira y luego a un par de kilómetros al sur de Manchester donde Joseph padre tenía una granja.[1] El norte de New York era el escenario de campamentos y reuniones de renacimiento durante este período de tiempo llamado el Segundo Gran Despertar. Fue conocido como el “Distrito quemado” debido a los muchos renacimientos diferentes que ocurrían allí. La familia Smith estaba, hasta cierto punto, atraída por ese fervor y algunos de la familia se unieron a los presbiterianos y otros fueron a unirse a los metodistas y bautistas (JS – H 1:7-9).

Si eran algo instruidos, cada familia en esa época tenía una Biblia, normalmente la Versión del Rey Santiago. Los miembros de la familia Smith leían juntos con regularidad la Biblia por cuenta propia.[2] No sería inusual, por lo tanto, que el joven José, de catorce años de edad, en la primavera de 1820, buscara esclarecimiento de la Biblia acerca de todas las ideas de las diferentes religiones que estaba recibiendo de las reuniones y campamentos de renacimiento. En sus propias palabras:

En medio de esta guerra de palabras y tumulto de opiniones, a menudo me decía a mí mismo: ¿Qué se puede hacer? ¿Cuál de todos estos grupos tiene razón; o están todos en error? Si uno de ellos es verdadero, ¿cuál es, y cómo podré saberlo? Agobiado bajo el peso de las graves dificultades que provocaban las contiendas de estos grupos religiosos, un día estaba leyendo la Epístola deSantiago, primer capítulo y quinto versículo, que dice: Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Ninguna pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un hombre con más fuerza que éste en esta ocasión, el mío. Pareció introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguien necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo; porque no sabía qué hacer, y a menos que obtuviera mayor conocimiento del que hasta entonces tenía, jamás llegaría a saber; porque los maestros religiosos de las diferentes sectas entendían los mismos pasajes de las Escrituras de un modo tan distinto, que destruían toda esperanza de resolver el problema recurriendo a la Biblia. Finalmente llegué a la conclusión de que tendría que permanecer en tinieblas y confusión, o de lo contrario, hacer lo que Santiago aconsejaba, esto es, recurrir a Dios. Al fin tomé la determinación de “pedir a Dios”, habiendo decidido que si él daba sabiduría a quienes carecían de ella, y la daba abundantemente y sin reprochar, yo podría intentarlo. (JS—H 1:10–13)

Este es un punto de vista muy maduro para un adolescente de catorce años para los estándares de la actualidad, pero la vida en el país novato era dura; no hay tiempo para el ocio juvenil. Sin embargo, en una época donde la norma era repetir oraciones formuladas, el ímpetu para comunicarse directamente con Dios podría ser por sí mismo ser pensado como una guía espiritual en respuesta. José mismo explicó que “hasta ahora no había procurado orar vocalmente” (JS—H1:14).

En consecuencia, José mismo se encontró muy temprano en una mañana de primavera, en 1820, en la arboleda en los límites al norte de la granja de su padre.[3] José fue llamado a contar esta historia varias veces en su vida. Y como cualquier relato de un acontecimiento histórico, la historia completa no figuraba en ninguna de las reseñas registradas. Sin embargo, varios elementos son comunes y están incorporados en el canon de escrituras de los Santos de los Últimos Días.[4]

Lo primero que le sucedió a José cuando empezó a orar por primera vez fue que inmediatamente “se apoderó de mí una fuerza que me dominó por completo, y surtió tan asombrosa influencia en mí, que se me trabó la lengua, de modo que no pude hablar. Una densa oscuridad se formó alrededor de mí, y por un momento me pareció que estaba destinado a una destrucción repentina” (JS––H 1:15). Al describir esta presencial maligna palpable como el “enemigo”, José buscó liberarse: “

“Mas esforzándome con todo mi aliento por pedirle a Dios que me librara del poder de este enemigo que se había apoderado de mí, y en el momento en que estaba para hundirme en la desesperación y entregarme a la destrucción —no a una ruina imaginaria, sino al poder de un ser efectivo del mundo invisible que ejercía una fuerza tan asombrosa como yo nunca había sentido en ningún otro ser— precisamente en este momento de tan grande alarma vi una columna de luz más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza; y esta luz gradualmente descendió hasta descansar sobre mí. No bien se apareció, me sentí libre del enemigo que me había sujetado. (JS—H 1:16–17)

del enemigo que me había sujetado—Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!” (JS—H 1:17). José vio a dos “personajes”, Dios el Padre y Su Hijo, Jesucristo, separados en cuerpo y espíritu. Cuando el Padre testificó de la divinidad de Su Hijo, cuando Jesús fue bautizado (Mateo 3:17) y en el Monte de la Transfiguración (Lucas 9:35), de igual manera le testificó a José que Jesús era Su Hijo Amado y que José debía “escucharlo”, con toda la connotación de escuchar y obedecer. Es importante tener en cuenta, también, que tanto el Padre como el Hijo hablaron directamente a José.

No hay duda que mucho fue revelado en esa conversación, y sin duda de que a José Smith se le prohibió registrar todo de ello, pero estableció el curso del joven José de que en algunos años lo llevaría a restaurar la Iglesia Primitiva de Jesucristo, después llamada La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

Había sido mi objeto recurrir al Señor para saber cuál de todas las sectas era la verdadera, a fin de saber a cuál unirme. Por tanto, luego que me hube recobrado lo suficiente para poder hablar, pregunté a los Personajes que estaban en la luz arriba de mí, cuál de todas las sectas era la verdadera (porque hasta ese momento nunca se me había ocurrido pensar que todas estuvieran en error), y a cuál debía unirme. Se me contestó que no debía unirme a ninguna, porque todas estaban en error; y el Personaje que me habló dijo que todos sus credos eran una abominación a su vista; que todos aquellos profesores se habían pervertido; que “con sus labios me honran, pero su corazón lejos está de mí; enseñan como doctrinas los mandamientos de los hombres, teniendo apariencia de piedad, mas negando la eficacia de ella”. De nuevo me mandó que no me uniera a ninguna de ellas; y muchas otras cosas me dijo que no puedo escribir en esta ocasión. (JS—H 1:18–20).

Pero aún más importante para nuestra historia, visitas celestiales posteriores llevaron a José a desenterrar las planchas, traducirlas nuevamente por medio del poder divino y traer al mundo el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo.

 


[1] Joseph Smith—History 1:4 (hereafter JS—H). Mayor información sobre los acontecimientos en Palmira y Manchester, New York.

[2] Mark L. McConkie, The Father of the Prophet: Stories and Insights from the Life of Joseph Smith, Sr (1993), 11.

[3] josephsmith.net.

[4] Para una comparación de los diferentes relatos registrados, vea Kent P. Jackson, “The First Vision,” en From Apostasy to Revelation, ed. Kent P. Jackson (Salt Lake City: Deseret Book, 1996), 66–79.